Los suricatos son animalitos graciosos a nuestros ojos. Están todo el día erguidos, mirando muy atentos. Desde pequeños, los adultos enseñan a los cachorros que deben observar, mirar, vigilar. Siempre en busca del peligro.
Un día como otro cualquiera amanece en la madriguera de los suricatos. Hace tiempo que no llueve y el aire está seco, con el amanecer comienza el calor y el polvo se respira junto al aire puro, a veces la arena se mete en los ojos y hay que esperar a que las lágrimas la saquen antes de volver a ver con claridad.
El abuelo anima al pequeño suricato a salir, tienen que vigilar.
– ¿Por qué tenemos que mirar tanto? – Preguntó el pequeño.
– Porque hay muchos peligros
Día tras día, la familia en pleno salía y miraba. Cada uno en una dirección. Veían a los animales venir desde distintos lugares camino del río y luego regresaban cada uno a un sitio distinto.
En toda su vida, el pequeño jamás había visto un peligro. Sólo veía a los animales que no les hacían caso mientras iban y venían de sitios que él no conocía. Sitios tal vez mejores.
El pequeño no entendía qué hacían allí. Nunca pasaba nada, estaban todo el día mirando para nada. Toda su vida observando para nada. No entendía qué peligro tenía una cebra que ni les dirigía la palabra, o un elefante lento y torpe. Les podría pisar, sí, pero eso era fácil de evitar junto a la madriguera o fuera de ella.
Al caer la noche, los suricatos regresan al agujero, el pequeño lo hace siempre cabizbajo. Después de haber estado todo el día observando y pensando. Imaginando.
El abuelo lo observa y le pregunta.
– ¿Qué te sucede?
Aunque le cuesta un poco, el pequeño le responde pasados unos segundos
– Abuelo, estoy triste, no sé qué hago aquí.
– ¿Cuál es el problema?
– Que no sé.
– Eso es bueno. La duda es la fuente de la sabiduría. Si quieres saber, primero tienes que dudar.
– Abuelo, ¿Qué puedo hacer?
– Averiguar, pequeño. Averiguar.
– Entonces, dime. ¿Dónde debería estar? ¿Dónde quiero estar? ¿Qué quiero hacer?
El anciano lo miró y guardo silencio hasta que el pequeño insistió.
– Abuelo, intento averiguar, pero no me lo dices.
– No son mis opiniones las que te ayudarán.
– ¿No sabes entonces la respuesta?
– Sí, la conozco. O eso creo. Pero tenga o no razón, es mi respuesta y si te la digo, seguirá siendo mi respuesta y tú quieres tu respuesta. La mía no te va a apaciguar el alma.
– Abuelo, creo que me voy a ir a buscar la respuesta.
– El mundo es muy peligroso, aunque en tu corta vida no hayas vivido nada peligroso, créeme cuando te digo que debes ir con mucho cuidado.
El anciano dejó ir al joven porque sabía que eso iba a suceder antes o después.
Unas semanas más tarde, regresó. Contó sus hazañas, lo que había visto. Contó a los otros chavales que hay grandes ríos, grandes cañones, animales pequeños y grandes, unos con dientes enormes que se comen a los pequeños como ellos. Contó la historia de una luz que quemaba los árboles y que dolía si la tocabas.
Enseñó las heridas y contó la razón de cada una de ellas. Una rama clavada, una mala caía, el sol implacable.
La familia en pleno estaba esa noche dentro de la madriguera, escuchando al aventurero. Aprendiendo de lo que había visto. Los cuerpecillos apretados se calentaban unos a otros, los ojillos brillaban en la oscuridad gracias a la poca luz de la luna que aún se filtraba por la entrada de la guarida.
Les habló de un mundo peligroso y maravilloso. Hermoso. Inquietante.
– ¿Por qué regresaste? – Le preguntó uno de sus hermanos pequeños.
El joven les habló de la soledad. Y mirando al abuelo añadió: “Porque sé que este es mi sitio”
A las personas nos cuesta mucho tiempo encontrar »Nuestro lugar» pero para de verdad encontrarlo, se ha de ser valiente y salir a explorar el mundo como el pequeño »suricato», la soledad cuando la sientes va contigo a cualquier lugar, ya sea en lo que consideras »tu lugar» o en el camino mientras lo buscas.