A veces resulta complicado para algunas personas diferenciar el coaching de una psicoterapia. Si bien hay muchas diferencias en las que no voy a entrar ahora, sí me gustaría comentar el papel de las emociones en esta tesitura.

Cuando en una sesión o un proceso de coaching aflora alguna emoción fuerte, el coach la observa e invita al cliente a que haga lo mismo. Ni el coach ni el proceso de coaching tienen como fin averiguar el origen profundo de esa emoción. Lo que van a hacer es ayudar al cliente a explorarla, a analizarla, a aprenderla y a aprender de ella. Siempre que esto aporte algo al proceso y el cliente quiera seguir ese camino.

El coaching no puede vivir ajeno a las emociones y debe permitir que estas aparezcan, pues forman parte de la persona.

El coach no debe tener miedo a las emociones, pero si la situación desembocara en algo inmanejable y que superara al coach o al cliente, el proceso debe interrumpirse.

Es muy normal que en una sesión aparezcan sentimientos como rabia, tristeza o amor. Nadie se negará a hablar de un tema cuando el amor aparece en la ecuación, descubrir lo que gira en torno a una situación tan positiva puede ser muy enriquecedor y, por el mismo motivo, ahondar en un contexto de enfado puede aportar mucha información sobre la persona y sus motivaciones.

Saber qué hace que te guste una situación es tan positivo como saber qué te disgusta realmente de otra.

El coach procurará que el cliente tome conciencia de la emoción, de su utilidad y de lo que busca. No buceará en su infancia para averiguar qué subyace en el subconsciente para provocar esa emoción, pero sí tendrá curiosidad por saber con qué partes de la persona está conectada y qué quiere hacer el cliente con esa emoción.

Como en tantas otras cosas, el coaching no buscará raíces inconscientes sino que aceptará a la persona como es y explorará con ella su mundo, sus creencias y sus motivaciones para encontrar opciones, crear alternativas, elegir acciones y comprometerse con ellas.

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