Blancas y negras, las rayas de la cebra eran bombardeadas por los picotazos de los mosquitos. El rabo del animal hacía lo posible por espantarlos, pero eran cientos. Millones, pensaba la cebra que se quejaba lastimera mientras bebía del río.

Día tras día la cebra bebía del mismo lugar atestado de insectos y todos los días caminaba de vuelta al refugio de los árboles, lamentándose por tener que regresar al mismo lugar cuando volviera a tener sed.

Y todos los días, un pequeño suricato la miraba y aguantaba las quejas cuando la primera pasaba junto al agujero de la madriguera.

El suricato siempre estaba fuera, mirando, atento, buscando el peligro. Siempre veía a la cebra venir desde el mismo sitio yendo hacia el mismo sitio. A la ida se lamentaba por lo que le iban a picar y a la vuelta por lo que le habían picado.

En una de estas idas y venidas, el suricato le preguntó qué le sucedía y la cebra, sin alterar su lento paso le explicó el asedio de los mosquitos en el río. Al día siguiente, cuando de nuevo se cruzaron, el suricato le preguntó si no habría otros sitios de donde beber y la cebra, manteniendo el cansino andar, le respondió que tal vez.

La conversación continuó lentamente durante los momentos en que coincidían, cada día. El suricato fue haciéndose una composición de lugar, según parecía, la madre de la cebra le había enseñado a beber allí y desde aquel día ella iba siempre al mismo sitio, porque su madre así se lo había enseñado.

El suricato le preguntó si había probado otros lugares y la cebra le dijo que no, aquel era el lugar donde le dijeron que debía beber y no iba a cambiarlo. El suricato le explicó que por aquella senda pasaban muchos animales camino del río y ella era la única que se quejaba, que tal vez habría mejores sitios. Pero la cebra siguió pasando por allí día tras día manteniendo su lamento, sin cambiar sus costumbres.

– ¿Qué le pasa a la cebra? –preguntó un día la compañera del suricato.

– Le pican los mosquitos.

– ¿Y por qué no cambia de lugar?

– Supongo que los mosquitos le preocupan menos que las decisiones.

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Blancas y negras, las rayas de la cebra eran bombardeadas por los picotazos de los mosquitos. El rabo del animal hacía lo posible por espantarlos, pero eran cientos. Millones, pensaba la cebra que se quejaba lastimera mientras bebía del río.

Día tras día la cebra bebía del mismo lugar atestado de insectos y todos los días caminaba de vuelta al refugio de los árboles, lamentándose por tener que regresar al mismo lugar cuando volviera a tener sed.

Y todos los días, un pequeño suricato la miraba y aguantaba las quejas cuando la primera pasaba junto al agujero de la madriguera.

El suricato siempre estaba fuera, mirando, atento, buscando el peligro. Siempre veía a la cebra venir desde el mismo sitio yendo hacia el mismo sitio. A la ida se lamentaba por lo que le iban a picar y a la vuelta por lo que le habían picado.

En una de estas idas y venidas, el suricato le preguntó qué le sucedía y la cebra, sin alterar su lento paso le explicó el asedio de los mosquitos en el río. Al día siguiente, cuando de nuevo se cruzaron, el suricato le preguntó si no habría otros sitios de donde beber y la cebra, manteniendo el cansino andar, le respondió que tal vez.

La conversación continuó lentamente durante los momentos en que coincidían, cada día. El suricato fue haciéndose una composición de lugar, según parecía, la madre de la cebra le había enseñado a beber allí y desde aquel día ella iba siempre al mismo sitio, porque su madre así se lo había enseñado.

El suricato le preguntó si había probado otros lugares y la cebra le dijo que no, aquel era el lugar donde le dijeron que debía beber y no iba a cambiarlo. El suricato le explicó que por aquella senda pasaban muchos animales camino del río y ella era la única que se quejaba, que tal vez habría mejores sitios. Pero la cebra siguió pasando por allí día tras día manteniendo su lamento, sin cambiar sus costumbres.

 – ¿Qué le pasa a la cebra? –preguntó un día la compañera del suricato.

 – Le pican los mosquitos.

 – ¿Y por qué no cambia de lugar?

 – Supongo que los mosquitos le preocupan menos que las decisiones.

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