Una de las inquietudes que más escucho de los padres es la de encontrar argumentos para que sus hijos los obedezcan sin quejarse o acusarlos de imponer siempre su criterio. No sé si existe una fórmula que resuelva esto, pero en caso de existir creo que sería más un arma de dominación que de comunicación.

Hablando en términos de comunicación, en los actos en que los padres requerimos de los hijos el cumplimiento de ciertas normas creo que hay un punto débil que es la argumentación coherente.

Muchas veces, al transmitir una orden, usamos argumentos prefabricados para justificar su cumplimiento pensando que al tener sólidos motivos no habrá opción de réplica. Pero no es así, porque nuestros hijos son personas y como tales, cuando reciben una orden que no quieren cumplir, buscan la forma de no acatarla y eso comienza por pedir una explicación, con la esperanza (imagino) de poder rebatirla.

Creo sinceramente que es un derecho de toda persona exigir los motivos por los que nos piden hacer algo. Tanto es así que esto lo hacemos todos constantemente, aunque no haya a quien pedirle cuentas y clamemos al cielo un inútil “¿Por qué?” cuando se nos pincha una rueda del coche a mitad del viaje, camino de la playa y con el vehículo cargado de personas y equipaje.

Recoger la mesa, irse a la cama o comportarse educadamente son cosas que un niño no quiere hacer. De hecho, son cosas que una persona preferiría poder elegir si las hace, y ante la petición (más o menos educada) creo que es natural que se reclame una explicación.

Tenemos la ilusión de que muchas de las cosas que hacemos se hacen porque hay que hacerlas. Las cosas son así. Son las normas. Es lo correcto. Estos argumentos son realmente creencias propias, opiniones subjetivas tan arraigadas que no nos damos cuenta que sólo son opiniones y por lo tanto, al compartirlas, la otra persona puede no estar de acuerdo sin más.

Un ejemplo muy sencillo es el de “es hora de acostarse”. Si alguien me intenta convencer de que me acueste porque “es la hora” instintivamente me sale una pregunta como “¿Dónde lo dice?”. En mi caso, me acuesto tan tarde como pueda para aprovechar la velada y tan pronto como lo necesite para sobrevivir al día siguiente. Con el tiempo he aprendido a averiguar qué momento es ese. A veces decido acostarme más tarde y soportar el sueño del día siguiente o aprovecho para acostarme antes para descansar más ese día. En todos los casos tengo un motivo e información para aplicar el criterio.

Si seguimos con este ejemplo, parece que con nuestros hijos solemos tener la referencia de lo que dicen otros y lo que hacen otros. En parte, determinamos la hora de acostarse en base a las horas que los especialistas dicen que debe dormir un niño y en parte, considerando lo que es costumbre a nuestro alrededor. Pero creo que nadie ha hecho un estudio de la capacidad de sueño de sus hijos y una medición del estado físico y mental dependiendo de las horas de sueño efectivo. Esto, sin considerar que muchas veces la hora de acostarse de los niños está supeditada a la de los adultos, de forma que, en la medida de lo posible, se garanticen un tiempo mínimo de tranquilidad antes de acostarse estos últimos.

Como resultado tenemos que cuando nuestros hijos nos preguntan por qué deben acostarse ya, no tenemos una respuesta basada en hechos, es decir, que puede estar sujeta a muchas horas de debate. El mismo debate que puede surgir cuando intentemos explicar por qué hay que hacer la cama o por qué hay que cortarse el pelo.

Los mismos debates que generan discusiones que los padres necesitamos resolver recurriendo a fórmulas de educación.

Esto es muy parecido a recurrir a argumentos ajenos, esos que siempre están ahí y que los adoptamos de forma más o menos profunda y consciente.

Son el tipo de argumentos que empleamos para que nuestros hijos se porten bien en público, para que no molesten o para que acaten unas normas sociales. Algunas veces justificamos nuestras peticiones usando un discurso preparado por otros que, o no nos hemos parado a valorar, o esperamos que sea convincente aunque no nos convenza a nosotros.

El caso de recoger la habitación puede contener los dos errores. Primero podemos explicar (por decir algo) que la habitación hay que recogerla “porque sí” o “porque no se puede tener así” y tras la insistencia de nuestro hijo, podemos argumentar que es “para que encuentres mejor las cosas”. Los primeros motivos carecen de fundamentación y el segundo es, en la mayoría de los casos, un motivo estándar.

No conozco la fórmula mágica para que un niño recoja su habitación, haga la cama, se acueste a su hora o no se coma toda la tarta, pero sí tengo clara una cosa: ante una imposición (hecha por los padres, los gobiernos o los jefes) o existe un motivo real y defendible, o la comunicación dejará paso a la imposición injustificada. Y digo injustificada, que no injustificable, porque si no nos hemos parado a averiguar los motivos de nuestras demandas, no podremos justificar la petición (aunque pudiera ser justificable) y esto será percibido por el otro como una imposición dictatorial e injusta.

¿Qué haríamos si nuestro jefe nos dice que los martes debemos ir a trabajar una hora antes “porque es lo que debe ser”? Creo que sería más llevadero si realmente hubiera un motivo y se expusiera. Aunque no estuviéramos de acuerdo, aunque no compartiéramos el interés, al menos no estaríamos percibiendo el mismo nivel de falta de respeto e injusticia.

Encontrar un motivo real (y propio) para todas las peticiones puede ser agotador, aunque animo mucho a que se haga el esfuerzo siempre que se pueda. Rara vez servirá para convencer, pero será parte de algo más importante, que es la construcción de una sólida base de comunicación familiar, donde los hijos podrán no estar de acuerdo con las peticiones, pero se sentirán menos víctimas.

Este proceso puede ser complicado y puede requerir grandes dosis de valentía ya que si compartimos motivos auténticos, estos podrían ser desmantelados y nos quedaríamos sin razones para justificar nuestra petición. Hay que estar dispuestos a no tener razón. Y creo que ese es el origen de estas discusiones periódicas y relativamente descontroladas. No damos argumentos auténticos porque no los tenemos o porque no queremos usarlos y como resultado la otra persona se rebela y nosotros imponemos, porque no estamos dispuestos a no tener razón.

Así, seguir este modelo requiere estar dispuestos a “averiguar” la hora óptima de acostarse a base de pruebas y ensayos. O puede que descubramos que queremos que nuestro hijo no se coma la tarta para que no de la imagen de que lo estamos educando mal y que no dejar tarta a otros es algo secundario, sí que acabaríamos pidiéndole que lo hiciera por nosotros, no por “la norma social”.

En cualquier caso, elijamos o no argumentar nuestras decisiones con motivos reales, hay un elemento de responsabilidad que también es importante. Es la responsabilidad sobre la opinión y la autoridad.

Tanto si damos motivos auténticos como si son prestados, al final los padres harán valer su autoridad en algún momento. Creo que los educadores deben ser honestos con las personas con quienes conviven y aceptar cuándo están expresando una opinión y hacerse responsables de su autoridad. Esto quiere decir, reconocer que opinan que es hora de irse a la cama y que recurren a su autoridad para pedírselo si el otro no acepta su decisión. Creo que es más respetuoso con las personas que intentar hacerles creer que hay que acostarse porque “es la hora” o que hay que tomar tarta con moderación porque “es lo correcto”, como si la orden viniera de un ente superior y ante el que no podemos hacer nada.

Faltar a nuestra responsabilidad ante la opinión propia es una grieta en nuestra relación que puede ser el origen de un gran problema con el paso de los años, ya que debilita el respeto al criterio de los padres, algo que luego será muy añorado cuando los hijos estén en edad de acceder a ciertas realidades como alcohol y drogas. En ese momento los padres querrán que los hijos tengan en cuenta su criterio ya que recurrir a “es malo, porque es malo” no tendrá validez y ahí la confianza será la única razón para aceptar el consejo. Esa confianza se construye año tras año y cuanto más tarde se empiece a trabajar más opciones hay de que no se logre.

 

4 comentarios

  1. Si que, al llegar a la adolescencia, si antes no lo has hecho reflexionar, cuesta más acostumbrarlos a argumentar o a escuchar que razones sustentan cualquier comportamiento, que aún siendo de su beneficio, ellos/ellas no lo ven así, así que el tutor-coach, creo que es muy necesario para un crecimiento armonioso de la criatura.

  2. Me parece importantísmio explicar a los niños el porqué de las cosas, sus cabecitas lo necesitan, es justo. Pero hay que tener muy claro todo, sin dudas, sin cambiar de opinión delante de ellos y buscando un equilibrio entre su ritmo y que te tomen el pelo. Autoridad ante todo, hemos dicho que lo hacemos y lo hacemos, sin brusquedades pero sin dejaciones. Cuando un niño ve que le ha podido el pulso a sus padres es una caida en picado. Los niños entienden las cosas perfectamente si las ven hechas vida, si ven a sus padres ir por delante.
    Esta siendo muy interesante Carlos. Muchas gracias.

    1. Hola María.

      Precisamente creo que las dudas incómodas aparecen (sobre todo) cuando intentamos defender argumentos que no son reales o no son nuestros.

      Si los motivos son auténticos, el debate será honesto y por lo tanto estaremos dispuestos a cambiar de postura.

      Tengo una opinión muy personal sobre las normas. Creo que deben ser las necesarias, deben ser justas y hay que mantenerlas siempre. Pero eso es otra historia.

      Muchas gracias por tu aportación.

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